Dos cuentos animales
Sofia Lustig
Puntitos en los ojos
Ojos resecos, codos rugosos, cutículas duras. La piel tirante y apagada. El sol entra por el cañón y yo me aclaro la garganta espesa. Así todos los días en el verano cuasi desértico.
Me esfuerzo por encontrarle lo pintoresco a los pastizales quemados, a la tierra árida y a las flores muertas. Salir a caminar bajo este sol es una utopía para mí, pero no para la familia de hikers que pisa fuerte por el camino de tierra con zapatillas de montaña de última generación. El hijo varón hace berrinche atrás de la fila y el papá lo acusa de débil frente a la hermana, que lo mira con desencanto. Me pregunto en dónde es que esta familia encuentra disfrute. Si será en la insolación, en la transpiración en la nuca, o en los puntitos en los ojos.
Todos los humanos vemos esos puntitos, y en el desierto se intensifican. Yo me imagino los globos de los ojos como lámparas de lava, y esas manchitas negras como gotas de cera que se forman al azar. A mí el azar me dio más puntitos en el globo izquierdo que en el derecho.
Con la puesta del sol me animo a salir. Afuera de mi casa hay un zorrillo y un coyote que me ignoran. También está el trazo de una víbora en la tierra. De la familia de hikers no hay rastro. Los humanos, a esta hora, ya no exploran.
Mientras camino me doy cuenta de que hasta los animales más chiquitos se ven amenazantes en la oscuridad. No les llego a reconocer las siluetas del todo, pero los escucho moverse y les veo los ojos fosforescentes. Más tarde, solo quedan coyotes en la calle, que se juntan en manada y aúllan frenéticos, con tonos agudos. Con los alaridos, las mascotas de los vecinos se alborotan. Los dueños las meten adentro y traban las puertas de las casas por precaución. Yo alcanzo a ver a los perros acercarse a las ventanas, inclinar las cabezas y mirar hacia afuera con sus ojos de rayos laser, sin puntitos.

Los pájaros macho no tienen pene
Tortuga es feliz en su jaula hedionda: Con su escalera de madera, sus juguetes de plástico desteñido, la hamaca y el almohadón.
Tortuga es un loro que no habla. Solo silba, y muy seguido. Ahora que llevo dos horas escribiendo junto a él, sé que lo hace cada cuarenta segundos. Encontramos una especie de sincronía. Él silba cada vez que yo termino de escribir una oración, marcando la respiración de mi escritura.
Cuando le abren la puerta, Tortuga no quiere salir. No le interesa. Se aferra a su jaula como un millenial a su celular. Prefiere quedarse a respirar el perfume de su propia caca.
Tortuga es un ave de rutina. Le gusta hamacarse y desayunar huevo duro. También le gusta, temprano a la mañana, arrancarse las plumas del pecho. Hace siete años se arrancó la primera, y ahora no le quedan más que un par. Su dueña, que no tuvo hijos, le tejió un chaleco.
Tortuga tiene dieciséis años y dicen que va a vivir cuarenta, y que tal vez sobreviva a su dueña. Es virgen, pero sexualmente activo. Lo sé porque lo vi frotarse la zona de entre las patas contra su almohadón. Cuando se frota, su dueña lo ve con dulzura. No tiene pene, pero sí un orificio universal. Los loros son prácticos.
Mi perra, con el pelambre de la espalda erizado, lo mira refregarse. Algo en la forma del ave le resulta amenazante. Sospecho que tiene que ver con cómo, mientras se mueve de atrás hacia adelante, estira las alas e infla el tórax. Se lo ve concentrado. Sé que, si la otra se le acercara, él le daría un picotazo en el hocico.
Hace rato que Tortuga me mira sin pestañear, y sé que es porque no me quiere. Le fastidia tenerme ahí, examinándolo y tomando nota de sus peculiaridades. ¿Quién soy yo para juzgarlo? Confieso que escribir junto a un loro que silva incesantemente es tedioso. No lo recomiendo. Ya le chisté para que se callara diez veces, pero a Tortuga no le interesa complacerme. Solo tiene ojos para su dueña, su jaula y su almohadón.

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