Dos cuentos

Lorena Rojas nos devuelve por unos instantes al estado de gracia de la niñez: placeres simples como un dulce, amores y odios puros, carreras en bicicleta… Pero en las entrañas de sus historias, entre imágenes líricas y reflexiones furtivas, están los temas eternos de la creación literaria preparados para encender nuestra consciencia.

Lorena Rojas

Caramelo

De niña siempre odié a Martha porque nunca pudo devorar un dulce. Abríamos nuestras paletas de caramelo al mismo tiempo, mientras jugábamos al bebeleche o a cualquier otra cosa que juegan las niñas que crecen en un terruño.

Yo cuando abría mi paleta y la metía en mi boca sentía felicidad, sentía que debía estar ahí, que a eso había venido. Lo esperaba tanto cada tarde… Martha no sé qué sentía que no quería comerla rápido.

—La que se acabe el dulce primero, pierde —me decía Martha con su tono burlón de siempre.

Perdía, ¿pero perdía qué, la explosión dulce? Yo era feliz al morder mi paleta. No sé si Martha era feliz al lamer la suya tan lentamente, no sé si lo que la hacía feliz era ver que yo siempre “perdía”, que me enojaba cuando me había terminado hasta el último trocito de caramelo hace mucho y ella podía jugar al bebeleche, a las manitas calientes y hasta saltar la cuerda con su paleta todavía en la boca.

Jugábamos sin parar desde que salíamos de la escuela; yo saltaba del uno hasta el diez sin detenerme, sintiendo los trocitos de caramelo sabor cereza crujir entre mis muelas, destellitos felices en medio del polvo que nos envolvía. Martha me esperaba al principio del juego, porque ella siempre tenía que volver a empezar cuando ni siquiera había pasado del tres, pisando las líneas torpemente, como yo al comer mis caramelos, descuidada y con prisa.

El tiempo pasaba por nosotras devastándolo todo, y ni siquiera lo notábamos.

El mediodía era sofocante y apaciguado, parecía lentísimo, como Martha alargando el tiempo. Martha era una alargatiempo. Lo estiraba como a los chicles. El tiempo redondo, brillante, que en la boca de Martha giraba y giraba y nos tenía ahí, esperando, resistiendo, odiando.

Martha comía su dulce y era como si todo el mundo se fuera en ello, como si toda la vida la hubiera pasado ahí, en medio de la nada que era aquella tierra olvidada por todos.

Durante esas horas de juegos el sol entraba por nuestras pielecillas como entra por las hojas de las pocas plantas que le sobrevivían en ese lugar. Tal vez nosotras éramos plantas que luchaban por seguir con vida en nuestro pueblo desértico. Aferradas a ese suelo de tiempo intacto.

Me di cuenta de que los ojos de Martha brillaron cuando me vieron sacar de mi boca un palito solitario y débil que arrojé lejos, uno que desde hacía un buen rato había dejado vacío. Soltó una de sus risitas y me pasó por enfrente mostrándome un caramelo todavía aferrado al palito de paleta, un trozo pequeño como su lengua de serpientilla burlona.

—¡Otra vez te gané! —dijo.

—¡No es cierto, yo no estaba jugando a eso! —contesté, furiosa.

—¡Quieres llorar porque siempre pierdes comiendo caramelos! —me soltó con saña, como esperando que de verdad comenzara a hacerlo.

Yo odiaba que hiciera eso del juego de los caramelos porque el mío se había esfumado hacía horas, ¿o minutos?, no sé; odiaba que Martha se burlara de las niñas que no sabíamos racionar la felicidad, alargar el tiempo como ella lo hacía. Yo odiaba a quienes no devoraban caramelos porque yo nunca pude evitar hacerlo.

Martha siguió riéndose y yo, aunque le había ganado en los otros juegos, no soportaba perder en este porque ni siquiera había querido jugarlo, porque cuando perdía, sentía que estaba haciendo algo mal, como si de verdad hubiera perdido algo importante. Me le arrojé encima y jalé con fuerza sus cabellos.

—¡Perdiste!, ¡perdiste! —gritó Martha, a pesar de todo, riéndose.

—¡Perdiste tú, en todos los demás juegos! —le contesté entre jadeos. Ella también me atacó y se defendió con fuerza, nos peleamos entre el polvo y las piedras y, aun así, ninguna dejó que la otra la viera llorar.

Habíamos esperado la llegada del viento que hacía volar nuestros cabellos para curar nuestra piel y sentirla fresca, pero aquel que llegaba era un viento diferente, era uno frío y doloroso que se llevaba el calor del sol y nos dejaba vacías, así era el viento en el desierto. Al poco tiempo sentíamos que nos quemábamos otra vez, de una forma más cruel y violenta. Era hora de irnos. Cada una se sacudía sin reprochar ya nada y seguía su camino, uno que sabíamos de memoria porque así debía ser, porque ahí estábamos y no debíamos ir a otra parte.  El tiempo debe estarse riendo ahora mientras nos ve pelear por comer nuestros dulces. El polvo, el viento, el sol de mediodía deben burlarse de nosotras porque, lentamente, de a poco, nos han estado consumiendo, y así, sin avisarnos, pueden soltar la mordida voraz, la devastación. Nos pueden devorar de un bocado sin que distingamos si fue lento o demasiado rápido. Porque las niñas no saben del tiempo.

* * *


La Pencha

Desde que amanecía, el sol ya te calentaba la cabeza como si estuvieras metido en un horno. Tempranito, a las seis, llegaba la carga a la central camionera y me salía de volada, con el rayo del sol en la nuca mientras pedaleaba rápido para ser el primero en llegar. Agarraba la bicicleta y me iba para allá con los ojos todavía llenos de lagañas y Neto siguiéndome, según él bien listo para trabajar. Ridículo se veía el chamaco flaco tratando de pedalear la bici que estaba más grande que él.

En ese pueblo, como en muchas partes, había de dos: o nacías rico como los hijos de doctor y de maestros y te llevaban a las escuelas matutinas de uniformes rosa, guinda y azul, según el año, o nacías y a veces ni sabías de quién, como nosotros, que vivíamos con mi hermana Rafaela y hacía mucho que no pisábamos una escuela. Neto ni siquiera fue nunca a una. Tenía 5 años y le decían La Pencha, y a mí también, por su culpa.

“La Pencha”, decía Neto porque no sabía ni pronunciar bien las letras, era el periódico que íbamos a recoger todas las mañanas a la central y luego traíamos a la plaza para venderlo entre los primeros que pasaban para ir a la iglesia, a las escuelas o a sus trabajos. Los que llegaban primero con los boleros eran clientes seguros.

Yo montaba el changarro ahí en la esquina de la nevería, sobre la plaza, y Neto se agarraba a dar vueltas en la bici sin bajarse a la calle, sólo ahí entre los kioscos de refrescos y la gente que caminaba a prisa.

Cuando yo lo oía gritar “La Peeeeeenchaaaa” entendía por qué a la gente le causaba tanta gracia. Era bueno para gritar Neto, luego luego llegaban los clientes y nos iba bien, comíamos los dos y nos alcanzaba para llevar algo a la casa. En esos tiempos la gente compraba siempre el periódico, no como ahora que ya no lo usan ni pa’ limpiar los vidrios porque todo es de plástico.

Rafaela trabajaba lavando y planchando ajeno, cuando llegábamos tenía el montón de ropa encima de las sillas de Coca en las que nos sentábamos a comer y se quedaba planchando hasta tarde. Hasta parecía que le gustaba, todo el día y noche en eso. Ella siempre fue muy hacendosa, muy callada, pero cuando nos regañaba parecía otra, le salía el demonio y nos hacía entender a puros escobazos. Una vez, en su afán por tener limpio, desenterró mis monedas que yo escondía ahí en la esquinita de la sala, de tanto que le pasaba la escoba al piso de tierra. Esos centavos yo los guardaba para irme al cine, me los escondía en los calcetines cuando ella me preguntaba si estaba seguro de que ya era todo el dinero que traíamos. A veces yo le daba bien poquito, apenas pa’ tortillas y frijoles. Me salió el tiro por la culata con su barrida esa que dio, que me tuve que quedar en la casa sin ir al cine hasta mucho después, pero ese día comimos bien, y hasta nos llevó por una nieve.

—¿Tenemos papá, Chuy?— me preguntó ese día Neto, comiéndose la nieve a prisa para que no se le escurriera, cuando vio pasar frente a nosotros a un niño sentado en los hombros de un hombre.

—No, no tenemos—le dije.

—Ni mamá, porque está en el cielo— siguió.

—Así mero, mamá en el cielo y papá no tenemos—, le dije, muy serio para que ya no preguntara.

—Ahhh— contestó, como con la duda todavía.

La verdad es que yo no sabía qué más decirle, no había mucho qué decir tampoco. Los recuerdos que tenía eran escasos, aunque había uno que me taladraba la cabeza así como el sol cuando amanecía.

Rafaela se había adelantado con Luis, su señor, un extraño que nos tenía en su casa desde que llegamos pero no era ni padre ni hermano, era algo así como una sombra que en las noches dormía en casa, después de trabajar en la bloquera todo el día. Un obrero de ahí era inconfundible, trabajar haciendo blocks les daba un color oscuro a su piel; Luis era ya como la noche caminando a lado de uno.

Neto y yo acabamos la nieve y lo dejé que diera vueltas en la bici por un rato más.

La imagen me vino de nuevo a la cabeza, como cuando no hay ruido y puedes escuchar clarito lo que te dice el de al lado… así me llegó el recuerdo aquel.

Un señor alto, blanco y malencarado que no decía nunca nada, ese fue nuestro padre. Un día, cuando murió mamá, sepa de qué, porque a uno no le dicen esas cosas y tampoco las pregunta, le dijo a Rafaela:

—Bueno, ya estuvo. Se fue su madre, se van ustedes.

Yo nomás me acuerdo de la puerta, que era de madera y estaba un poco chueca. Entre sus tablas pasaba la luz y formaba líneas en el piso que me gustaba jugar a no pisar, como si fueran caminitos que unas personas chiquitas seguían para no perderse y que no debían ser borrados para que pudieran llegar a sus casas. 

El señor ese estaba sentado en la mesa, tenía un jarro enfrente y el sombrero en la rodilla. No nos volteó a ver cuando Rafaela arrebujó a Neto entre unas garras viejas, chiquitito el bulto; me agarró a mí de la mano, chamaco también, y nos salimos los tres, sin que se oyera ya nada.

Como cinco años de ser de aquí, porque antes no sé de dónde éramos, ni de quién. Sólo sé que viajamos en un camión y de ahí para acá, el sol nos daba con fuerza y el calor nos hacía escurrir y manchar la ropa con esos contornos blancos del sudor cuando se seca.

—¿Y nosotros qué somos, Chuy?— me gritó Neto cuando pasó enfrente de mí en una de sus vueltas.

—Somos hermanos, Neto— le dije.

—Hermanos… —repitió el chamaco flaco. —¿Y los hermanos se cuidan, Chuy?

—Los hermanos se cuidan, Neto. Me paré a seguirlo para volver a casa, a esa que habíamos llegado a hacer nuestra después de seguir los caminos de luz para la gente chiquita.



Lorena Rojas (Cerritos, SLP, 1992)
Estudió Lengua y Literatura Hispanoamericana en la UASLP. Escribe cuentos y monólogos. Sus cuentos «La sangre de las plantas» obtuvieron Mención Honorífica en Los Juegos Florales de Lagos de Moreno 2020 y su monólogo «Arañas en el té» forma parte de la puesta en escena «Historias del té», montada por la Compañía Nacional de Teatro y Compañía Tejedora de nubes. Escribe reseñas y ensayos para distintos sitios web, entre ellos The Fiction Review, Pensar lo doméstico y Neotraba, donde tiene una columna: «Letras y enigmas». Es cofundadora de Cafebrería Ítaca: espacio de libros y café en Tula, Tamaulipas.

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