La magia de lo humano

Podemos reconocer un cambio en el estilo narrativo de Alejandro González Iñárritu desde su separación de Guillermo Arriaga como guionista. Este ensayo explora la distancia que el director toma del realismo a partir de entonces y cómo esto contribuye a indagar los fenómenos humanos con mayor profundidad.

 

Héctor Rojo

 

Todos somos hijos de alguien y eso nos marcará la vida.

Alejandro González Iñárritu

Cuando una película toca algo íntimo en lo que somos, en nuestra conciencia o en nuestras creencias; cuando los órganos que emiten señales de ansiedad, tristeza o miedo se activan en nuestro cuerpo, es porque hemos experimentado algo fuera de lo común, probablemente una gran obra. El cine de Alejandro González Iñárritu, sobre todo en sus últimas producciones, ha estado acompañado por esta suerte de signo del arte sobresaliente que, además de sus excelencias técnicas, es capaz de generar una reacción emocional e intelectual en quien lo mira.

Como es de esperar, no todas sus obras contienen ese ingrediente en la misma proporción ni lo alcanzan con los mismos medios. Sin embargo, a partir de Biutiful (2010), su cuarto largometraje, existe un cambio esencial en su enfoque sobre las posibilidades de la ficción. Este cambio se produce mediente la exploración de lo fantástico y lo irracional para presentar situaciónes humanas radicales.

Sus tres primeros largometrajes están marcados narrativamente por su relación con Guillermo Arriaga, una mancuerna que regaló grandes momentos a los espectadores –habría que agregar otros habituales de este período, como Rodrigo Prieto y Gustavo Santaolalla. Pero el K. O. propiciado por Amores Perros (2000) fue perdiendo efectividad en las dos siguientes producciones, dejando cada vez más al descubierto los melodramas un tanto insulsos que se diluían detrás de esa grandiosa construcción temporal que era su principal sello. Es cierto que cada una aportaba aspectos interesantes, como las metáforas visuales y la crudeza reflejada por la fotografía; sin embargo, fue hasta su separación de Guillermo Arriaga que González Iñárritu encontró esa fisonomía renovadora que ha ido construyendo a partir de sus últimas películas.

Los elementos fántásticos, fársicos e hiperbólicos han sido una de las marcas más profundas de aquella ruptura, pues huyen con decisión del realismo intransigente que prevalece en las historias de Arriaga. Pese a las constantes referencias religiosas en las tres narraciones (Amores Perros, 1999; 21 Gramos, 2003; Babel, 2006), ninguna aceptaba la mínima intrusión de ingredientes contrarios a la gramática realista. Algunos amagos de soltar la rienda podríamos encontrarlos en 21 gramos (2003), por ejemplo, con la sugerencia de que al trasplantar el corazón de un muerto a otra persona podía transferirse algo de su pasado y su personalidad. Sin embargo, lo que vemos en pantalla no indica que esto suceda “realmente”, sino sólo de forma metafórica. Podemos encontrar algunos ejemplos similares todavía en Babel; pero después de esta película, ya sin el característico trabajo de Arriaga, la búsqueda de recursos para aportar densidad a las narraciones llevó a González Iñárritu por caminos que hasta ese momento no había explorado, que han hecho de cada nuevo filme una exploración por los resquicios de la mente, de la personalidad y de la vida de sus personajes.

Si con Biutiful hay un cambio notable, es en Birdman (2014) donde hemos presenciado la ruptura más radical, al tratarse de un código dramático que hasta ese momento parecía ajeno al director. Birdman no es diferente por sus arrebatos satíricos ni por sus múltiples virtuosismos, sino por juntar ambas cualidades en un solo metraje, sin caer en la obviedad comercial ni en la digresión agotadora. El dinamismo de sus acciones, sus situaciones cómicas, sus enredos, se acumulan en una angustiante caída libre que no se alimenta sólo de peripecias, sino también de una concentración dramática que se teje gracias a la profundidad de sus personajes.

Héctor Rojo Cine

No hemos terminado de asimilar la psicología de Riggan cuando se nos presenta Mike, su antagonista, un actor nacido y amado en el mundo al que quiere pertenecer el protagonista. Sería imposible simpatizar con alguno; ambos son arrogantes y están llenos de prejuicios; ambos son mensajeros de verdades obtusas que no cambiarían por nada: Riggan cree que haciendo una carrera en Broadway podrá ingresar al espacio mítico del artista, mismo que le ha sido negado en el cine por su dudoso talento. Mientras tanto, Mike cree en su profesión como un arte alejado de lo puramente comercial, rodeado de un aura que, según sus creencias, debe tener toda obra auténtica. La realidad es que ambos hacen todo por ser admirados. La crítica de la película acaba por salpicar a casi cualquier artista, incluido el propio director mexicano, quien, después de la aspereza sin matices de Biutiful,  migra con éxito hacia la farsa en su siguiente película. La grandeza de Birdman está en el descaro y la libertad con que se ríe de los demás y de sí misma, observando con inigualable intuición que aunque todos podemos ser grotescos y estrafalarios, hay acciones inesperadas que nos elevan por unos instantes hacia lo extraordinario.

Birdman muestra esa gran versatilidad gracias a las reglas de la farsa. La principal fuente de irracionalidad está en el género (o recurso) mismo, que es explotado para sacar de los personajes un conjunto de expresiones anormales y descabelladas en cada gesto, para crear situaciones que rompen con la lógica del guion o, en cada toma, para enfocarnos en algo que no parecía tener mayor relevancia y que cobra significado poco después. Todo esto crea la sensación, apoyada con gran acierto por los tambores y platillos de la banda sonora, de que todo en la vida de los personajes es un constante acto de malabarismo en el que nada es estable y en el que cualquier movimiento en falso puede precipitar todo lo que está en juego. Riggan ha perdido varias veces el equilibrio: con su matrimonio, con su hija, con su carrera, y ahora hace un esfuerzo increíble por mantener la estabilidad de su capricho artístico.

Irónicamente, la dimensión teatral que el protagonista intenta conseguir con su adaptación de Raymond Carver –y cuya intención es reavivar su carrera y su autoestima– provoca una verdadera sucesión de enredos, gags y arrebatos dramáticos que enrarecen aún más el patetismo de su existencia. Al dispararse de verdad el día del estreno –paradójicamente, un rasgo hiperrealista para los espectadores de la obra–, Riggan consigue llevar a la ficción su propia tragedia. Al final, la puesta en escena es un éxito, una tragedia “bien actuada” y con un final tenso; pero, para nosotros, el final es cómico, porque de hecho el escritor, director y protagonista de la obra fue tan imbécil que no atinó el disparo, volándose la nariz en un último acto de incompetencia. A final de cuentas, esto es una mera convención que hace que la farsa, como exacto revés del melodrama, termine de manera feliz por por las mismas causas de las que se burla: un “no es para tanto” que deja un gusto perverso. Lo que en verdad parece salvar a Riggan, al menos a nuestros ojos, es el valor de arriesgarlo todo por un proyecto, aunque éste sea absurdo, esnob y ególatra, creando una nueva dificultad al ya de por sí complicado equilibrio de las cosas.

Con The Revenant (2015), González Iñárritu vuelve a la indagación del sufrimiento y de lo heroico. Desde un ámbito más ético que estético, recuerda a las grandes empresas de los protagonistas de Werner Herzog: Aguirre, Fitzcarraldo o Dieter Dengler, que llevan a cabo proyectos que parecen increíbles. Sin duda, por las dificultades durante la filmación y por su obsesiva implementación (en cierto grado) de los preceptos del cinéma vérité, Fitzcarraldo sería la cinta más cercana. Pero, en The Revenant, la espectacularidad es el ingrediente principal de una épica sin sorpresas, contrario al personaje del director alemán. Fitzcarraldo logra resultados portentosos a partir de sus pasiones personales gracias al artificio narrativo que lo convierte en un hombre dichoso aun en su fracaso como empresario. Herzog nos ilumina sobre las paradojas de la civilización: en lugar de ser la ejecución correcta de un plan bien diseñado, se presenta como fruto de los resultados anárquicos obtenidos por algunos hombres que se empeñan en materializar sus ideales.

Mientras tanto, el guion de The Revenant deja todo en manos de la cinematografía. Con un protagonista escaso de volumen dramático, destacan más los esfuerzos tras bambalinas que los matices de la interpretación, y, con una historia tan lineal, las delicias visuales y sonoras restan protagonismo a los artificios narrativos. Es claro que la película de González Iñárritu intenta mostrarnos una fuerza comunicante que está más allá de lo físico y que puede estar contenida en experiencias humanas extremas como la venganza y la lucha por sobrevivir. Esto lo consigue magistralmente gracias su capacidad de armonizar el trabajo de un equipo de colaboradores casi tan épico como la vida de Hugh Glass. Sin embargo, el guion carece de sazón, jamás se revela contra su propia lógica y avanza sin sorprendernos. Sin embargo, hay algo que recuerda más a Biutiful que a sus tres primeros largometrajes, y que quizá tiene que ver con una soluta que parece más cercana los mitos que al relato histórico. Escenas como aquella en que el protagonista extrae las visceras de un caballo muerto para introducirse en el cadáver y cubrirse del frío, habrían sido dignas de la épica arcaica y sus episodios semifantásticos.

Esta soltura de The Revenant, tan cercana por momentos a lo inverosímil, perece imposible antes del cambio radical sucitado a partir de Biutiful. Este largometraje es una especie de bisagra que nos hace transitar de la primera época de González Iñárritu a la segunda. Su argumento tiene aún mucho de sus tres películas anteriores: melodramas en los que los protagonistas se sumergen en una existencia insoportable, plagada de penas que se perciben tanto a nivel individual –muertes, accidentes, enfermedades– como social –pobreza, racismo, corrupción. Sin embargo, esta película tiene el gran don de darle un giro hasta entonces inédito en los filmes del director mexicano: el protagonista tiene la facultad sobrenatural de comunicarse con los muertos. Esto lo dota de un carácter más empático respecto a los demás personajes, sobre todo cuando lo comparamos con su hermano, quien vive en el extremo opuesto. Esto no libera a Uxbal de las culpas inmanentes a su trabajo y al hecho de ser un padre descuidado e incomprensivo con su hijo. Con su hija, por el contrario, mantiene un vínculo natural por la similitud de sus personalidades y, como se ve en el final, por haber heredado la capacidad de percibir lo que ocurre después de la muerte. Con Biutiful, se inaugura también el tema que ha dominado sus dos películas posteriores: la relación vital entre padre e hijo, que aquí es dramatizado de un modo tan sublime que tal vez sea el final más abrumador de sus películas.

Biutiful

La historia comienza con dos escenas que se repiten al final: el diálogo entre Uxbal y su hija, y el encuentro de Uxbal con su padre, muerto cuando él aún no había nacido. Cuando volvemos a escuchar el diálogo en las últimas escenas, sabemos que Uxbal está a punto de morir y que aquella es su última conversación. Vemos a su hija acostada, platicando con su padre; la cámara se mueve lentamente hasta mostrar a Uxbal, a quien seguimos escuchando mientras descubrimos que está totalmente inmóvil, sin vida. Después, aparece sentado a un costado de la cama en donde están él y su hija. Sigue el momento en que Uxbal se encuentra con su padre en un bosque nevado. Uxbal es mayor en edad, aproximadamente veinte años, y, sin embargo, lo vemos sonreír de un modo que no habíamos observado en toda la película; una sonrisa inocente, atenta, de una ternura y admiración que sólo puede sentirse por el padre –en este caso, también mitificado por su ausencia.

La contención de la escena es mortificante. No sabemos si el padre es consciente de estar frente al hijo que no alcanzó a conocer. Además, el hecho de que el padre sea más joven que el hijo refuerza una extraña sensación de orfandad por parte de Uxbal. La perturbación lógica de poner al hijo adulto frente a su padre joven sirve como un recurso narrativo que abre todo un panorama de sentidos y aviva emociones profundas. En parte, es un ajuste de cuentas que revela la hermandad entre ambos personajes; los muestra como dos seres cuya única diferencia es haber nacido antes o después que el otro. El conocmiento de este hecho circunstancial, que uno sea progenitor del otro, libera de posibles culpas y reproches a ambas partes. Un sentimiento tan antiguo como, por lo menos, la Antígona de Sófocles, que entrega su juventud por ese admirado rey que fue su padre y, al mismo tiempo, lo compadece en su desgracia con amor fraternal (o, como diría Miguel de Unamuno, con «sororidad»[1]), siendo la primera figura literaria en experimentar dramáticamente la dualidad de ser hija y hermana al mismo tiempo. No es el asesinato del padre, simbólico o real, lo que vuelve al hijo consciente de su individualidad, sino la revelación espiritual de que el amor y la crueldad de la vida los iguala.

 

Lo más importante cuando terminamos de ver una obra es que haya contagiado algo, ya sea su felicidad, su horror o su melancolía. Esto, a final de cuentas, no es más que la acumulación de energías que permite crear una historia, imaginarla en pantalla, producirla y mostrarla al público. El privilegio del espectador consiste en poder asistir sin ninguna restricción a decenas de estos momentos concebidos por mentes originales y auténticas. Hablar del arte es tan inagotable como hablar del ser humano. Por eso, es una gran satisfacción encontrarnos con narraciones como las de la segunda etapa de González Iñárritu, que nos hablan de nosotros mismos, de nuestros antepasados y de quienes vendrán después.


Notas:

[1] ¿Es que acaso lo que a Antígona le permitió descubrir esa ley eterna, apareciendo a los ojos de los ciudadanos de Tebas y de Creonte, su tío, como una anarquista, no fue el que era, por terrible decreto del Hado, hermana carnal de su propio padre, Edipo? Con el que había ejercido oficio de sororidad también.” (“Prólogo” a La Tía Tula).


 

Héctor Adolfo Rojo Jiménez (Ciudad de México).

Estudió Literatura en la UAM-I. Escribe poesía, narrativa y ensayo. Poemas suyos han aparecido en el Periódico de Poesía de la UNAM y otras revistas digitales. Próximamente se publicará un relato suyo en el libro conmemorativo del 4º Premio Bengala/UANL. También ha publicado ensayos sobre cine en la versión digital de la revista Cuadrivio.

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