Angelina
Compartimos este intenso y demoledor cuento de Anasella Acosta, producto de su trabajo en nuestro Taller con Mario Sánchez Carbajal.
Anasella Acosta
¡Angelina!, te llamo pero no me escuchas o parece como si no lo hicieras. Te hundes más en la cama, tu guarida de silencios, que como un monstruo traga la poca vida que aún transita por tu cuerpo encorvado, por tu pecho colgante. Vas dejando de ser tú, Angelina, ya lo sé, ya ocurre contigo esa historia del tiempo que todo lo devora, del tiempo impío, de los años que no pasan en vano, de las tristezas que se acumulan y se vuelven enfermedad y matan el cuerpo, el cuerpo frágil, vulnerable, el cuerpo que todo lo siente y todo lo puede, pero también todo lo sufre y todo lo muere.
Vas dejando de ser la mujer que ordenaba, la que sentenciaba y regañaba enfurecida a los niños que robaban las moneditas que ahorrabas en un frasco ámbar que escondías vanamente al fondo del ropero para que nadie se sintiera tentado a quedarse con algún peso. Vas desdibujándote en ese rostro donde se pronuncian más tus pómulos y se hunden tus ojos, y la mandíbula junto con la dentadura cobra cierto protagonismo de fatalidad.
Para el olvido, los vestidos azules mandados a hacer justo a tu medida con Isabela, la costurera más hábil según tu juicio, también tus zapatos de tacón y tus abrigos largos hasta el tobillo para que jamás volviera a sucederte aquello cuando eras joven, que muy de mañana ibas al trabajo de vestido corto, y un fulano te metió la mano por debajo del vestido, para luego correr y no esperar siquiera a que tú pudieras reaccionar ya fuera con enojo, ya con llanto, pero no, él corrió y tú, tú Angelina, solo te quedaste ahí pasmada, sintiendo todavía la frialdad y la insolencia de ese tocamiento, y te sentiste violada y te sentiste sucia y te sentiste culpable, aunque tu mamá te dijo que “no era para tanto” que a todas les pasaba alguna vez. De regreso a casa guardaste en una bolsa todas las faldas cortas y se las regalaste a Silvia, la vecina, a ella sí que le gustaba que le hablaran en la calle, quizá hasta que la tocaran. Y no es que a ti no te gustará que te hablaran los muchachos, sobre todo aquellos que te gustaban, y no es que no aspiraras a las caricias, porque a qué mujer no le gusta sentirse deseada, pero no así. Así no.
![](https://malabar-ed.com/wp-content/uploads/2024/06/2.jpg?w=800)
¡Angelina, Angelina!, te llamo otra vez. Solo gimes. Con dificultad me extiendes una mano torcida, con los dedos torcidos, que penden de un cuerpo torcido. Y pienso en la inutilidad de tus brazos, Angelina, que nunca más se atrevieron a abrazar al hombre, a dar rienda suelta al deseo, aniquilados por el ‘qué dirán’. Tus manos tullidas guardan las caricias gastadas en tejidos y costuras para remendar ese mal de amor echado en el recóndito baúl de tu desmemoria, porque no podía ser, jamás hubiera podido ser.
Y todos nos preguntábamos, para qué tanta santidad. Tus plegarias a los dioses solo devastaron tu imaginaria historia de amor, la que habitaba en ti, y la que otros imaginaron y nos contaron, la de un eterno enamorado que te acechaba desde la esquina, sin atreverse, del que dicen se volvió loco por falta de voluntad, de arrestos, de un poco de insolencia. Y tú, tú esperando, esperando las rosas, esperando el anillo nupcial, esperando un ajuar, unos hijos que jugaban en el paraíso de tu imaginación y que te decían “mamá”.
Y mientras todos nos creíamos el cuento del enamorado que no se atrevió a amar y de la puritana que iba hasta tres veces al día a la iglesia para pedirle a Dios valor, otras pasiones acongojaban tu corazón. Y entre más crecían esas pasiones imposibles de pronunciar, tú tejías con más urgencia. Tejías para cobijar el frío de los otros, que en realidad era el tuyo. Tejías bufandas, suéteres, capas… A todos nos regalabas tus chambritas, mientras se congelaba tu interior y se helaban tus pensamientos que terminaron por ser recuerdos inútiles, a medida que todos los que te rodeaban iban muriendo, sin sosiego, sin darte tiempo ni para asimilar, y sin que tú tuvieras el valor para hablar.
Angelina, tía presuntamente virgen, como la que todos guardamos en algún sitio empolvado de la memoria. Yo sé por qué se te comenzaron a olvidar las cosas o porque hacías como si no hubieran pasado: porque no había otra manera de seguir viva en este mundo de ausencias desbordadas, en el que se fueron muriendo uno a uno lo seres que te enraizaban: tus abuelos, tus padres, tus hermanos, los mayores y el menor, el menor… El Benjamín, el más amado, el bautizado con el nombre que tú elegiste, el que arrullaste de niña como si fuera un muñequito, con el que fuiste al colegio y al que protegiste como a ninguno. Por quien peleabas si le arrebataban la comida en la escuela o si se burlaban llamándolo ‘cuatro ojos’, por el que te fuiste a trabajar a la ciudad, a ese enorme monstruo que, decían, terminaba por convertirlo todo en mal.
Fue por él, porque había que mandarlo a estudiar, él era la esperanza, él tenía que ser lo que ningún otro de la familia había podido. Y salir de ese mundo donde todo era caótico, porque todo faltaba, incluso el pan para llevarse a la boca, donde había que vestir las faldas que la abuela cosía con sobrantes de tela que otros le regalaban, donde no había zapatos que estrenar ni muñecas para jugar ni sillas que alcanzaran ni camas para descansar. Él tenía derecho a ser diferente, él tan blanco, él tan alto, él tan gracioso, él tan apuesto, él tan bueno, él tan amado por ti.
¡Angelina! Sé que no duermes, pero piensas que fingir que lo haces es una forma de morir y que es mejor así. Porque te has visto y descubriste que tu piel se transformó en numerosos pliegues ya sin forma: cuelgan de tus ojos, de tu vientre, de tu cuello, del dorso de tus manos. Tus pestañas blancas enmarcan una mirada que desconoces y aumentan el tono dramático de la edad que no puedes detener.
Porque sabes que ahora estás sola y ya no puedes ser quien eras, porque ya casi nadie dice tu nombre, y cuando a uno lo dejan de nombrar algo misterioso pasa, uno comienza a olvidarse de sí mismo, porque uno es en relación con otros, y si los otros ya no están, y si lo otros ya no te nombran ni te recuerdan ni te llaman, ¿quién eres entonces? Eres un extraño, eso eres tú para ti misma ahora que comienzas a olvidar tu propio nombre.
¡Angelina, Angelina!, tus setentainueve años ya vencidos, son una joroba cada vez más prominente, como si el alma se te hiciera un ovillo sobre la espalda, para no parir un sueño ni por equivocación. Como si en esa gibosidad hubieras decidido encerrar a lodo y piedra toda apetencia, toda codicia, toda ansia y vicio, todo anhelo y afán. Todo ápice de amor. Nunca nadie sabrá que amaste con ferviente pasión, nadie conocerá tu amor incestuoso con el Benjamín de tus desvelos, de tu sufrir, de tu ardiente culpa. Porque te llevarás esa memoria como el silencio que siempre has cargado y que se convirtió en una joroba cada vez más pesada y que ahora te vence.
No quieres hablar ya, Angelina, ya ni siquiera te incita lanzar condenas contra las mujeres casadas que platican en las calles con otros hombres que no son sus maridos, o contra las jovencitas de minifalda que se besan afanosas con sus novios a la sombra de los árboles. Para qué gastar más palabras si ya has comprobado que ni tus gritos ni tu chismerío lograron acallar lo que sentías, sin atreverte jamás siquiera a murmurarlo. Para qué las palabras si no lograron jamás darle forma a lo que ardía dentro de ti hasta consumirte.
Antes quería ser como tú, Angelina, una mujer trabajadora, fuerte, usar tacones y faldas, pintarme los labios, teñirme el cabello, enchinarme las pestañas y salir sola a la calle con un bolso echado al hombro que contenía lo que yo miraba como un tesoro: la libertad. Ahora sé, Angelina, que no eras libre, que trabajabas incansablemente para la familia, pero sobre todo para no escuhar lo que te quemaba dentro, y para que ellos dijeran “mira qué buena es Angelina, trabaja todo el día para traernos que comer… Angelina estás cansada… Angelina eres muy buena, Angelina come, Angelina descansa…” Todo era mejor a que descubrieran que no honrabas tu nombre.
![](https://malabar-ed.com/wp-content/uploads/2024/06/1.jpg?w=800)
Pero no eras libre, Angelina, estabas presa, presa en tu obsesión por ocultar el amor que sentías por tu hermano y que consideraste indecoroso, pero que ambos concretaron una tarde cuando tú regresabas del trabajo y él de la universidad, y cansados se acurrucaron en la misma cama, y en esa especie de duermevela y de roces no intencionales les creció por dentro un deseo inaguantable, en ti ya arraigado de hace años, y en él apenas conocido. Y sin mediar palabra de por medio, se ahogaron en caricias, en sudores, hasta hermanarse doblemente en sangre y en pasión. Pero quién iba creerles el cuento del amor. Quién iba a aceptar jamás esa aberración, tu amor torcido no haría más que entorpecer la belleza de la vida que todos miraban en el pequeño Benjamín. A callar y a olvidar se ha dicho.
Ninguna virgen lloró más a ningún cristo que tú a Benjamín el día de su boda. Ahí se te consumieron las lágrimas, ahí supiste que ya el destino se te mostraba como una carta que ha sido girada para acabar con cualquier ápice de esperanza. Ahí el nacimiento de tu encorvada soltería y de tu lengua suelta para enjuiciar a otros, aunque amarrada para hablar de ti misma.
Y así, Angelina, te quedaste presa en un recuerdo que jamás volvería a ser, y que con el paso de los años comenzaste a dudar si en realidad fue, o si solo deseaste que fuera y comenzaste a imaginar que ocurrió sin ser verdad, pero que daba lo mismo, porque te dolía igual.
Desde entonces te esmeraste aún más por conseguir la aprobación de tu familia ante una culpa sin Dios que pudiera perdonarla, porque había que buscar la aceptación en alguna parte, y la hallaste en las palabras de los otros, porque había que aspirar a sentirse un poco menos aberrante de lo que tu mismo juicio silencioso comenzó a gritarte.
¡Angelina!, sé que hay momentos en que recuerdas todo, pero prefieres no recordar, y he visto como de a ratos me observas como esperando la siguiente estupidez que salga de mi boca en el intento de querer hacerte hablar, y ya preparas la evasión de tu desmemoria, un poco real y un poco inventada.
En qué momento, Angelina, pasaste de ser la tía solterona que hablaba de todo el mundo para no hablar de ni de sí, a la tía solterona que necesita que le limpien el culo y le cambien el pañal, la que necesita que le den de comer en la boca y le limpien las babas que se escurren por la comisura de sus labios.
Yo me confieso, Angelina, en algún punto de esta prolongada enfermedad te dejé de amar y comencé a sentir cierto rencor, casi odio, porque en realidad todas tus enfermedades acumuladas, todos tus años reducidos a la inutilidad que ahora nos muestras, nos echan en cara de algún modo lo que queremos ocultar y olvidar.
Con tus achaques, Angelina, tu edad, tu inmovilidad y tus secretos que cargas en esa joroba escandalosa que ahora te inclina para que pidas disculpas, no por haber amado, sino por no atreverte a amar; nos gritas la miseria humana y la fragilidad del cuerpo que, tan pronto cree alcanzar la gloria, es abatido por la cobardía, por un temor remoto que anida en uno por el simple hecho de existir. Eres incómoda, tía Angelina, porque nos recuerdas todo eso que los seres humanos preferimos olvidar en los días de fiesta, en el júbilo del gasto, en el orgullo que otorga un efímero triunfo o una vulgar victoria, condecorada con medallas o con un beso ardiente de quien pretendemos amar por siempre.
Pero eso a ti ya no te importa, tú ahora ya no tienes nada que perder, ya extraviaste los recuerdos, el juicio, el mayor verdugo tus días. La desmemoria es tu única certeza, y la defiendes y la blandes con tus torcidas manitas, y te entregas a morir ya sin culpa, y yo te grito: ¡Angelina!, y tú abres por fin los ojos, te ríes y vuelves a cerrarlos, y la cama triunfante te devora.
Anasella Acosta
Es licenciada en Periodismo y Comunicación Colectiva por la Universidad Nacional Autónoma de México. Diplomada en Creación Literaria por la Sociedad General de Escritores de México. Desde hace diez años trabaja para medios impresos. Fue reportera y redactora en el periódico La Jornada y El Independiente. Desde hace más cinco años es editora de la Revista Cuartoscuro.
![](https://malabar-ed.com/wp-content/uploads/2024/06/anasella-cuento-mural.png?w=1024)