Fantasmas que cantan
Héctor Rojo
Los fantasmas ya no son almas. Los fantasmas constituyen ahora un terreno emocional.
Roger Clarke
Y sé que lo que intento hacer aquí es dar forma a la emoción que me embarga cuando tarareo esta nana, es decir, cuando vuelvo a ver en mí la infancia de la que no recuerdo nada.
Emmanuel Carrère
I
No se trata de creer o no creer en los fantasmas, como tampoco se trata de creer o no creer en el amor o en Dios. Si estas tres cosas no fueran reales, no habría palabras para referirse a ellas. La cuestión, más allá de su existencia, es lo que entendemos al nombrarlas; qué sabemos, qué creemos de ellas, y sobre todo, qué papel tienen en nuestras vidas.
II
Es probable que todos hayamos visto fantasmas. Sin importar si se trata de fenómenos psicológicos o paranormales, ellos se ocultan en los actos y los lenguajes humanos. Creo que si todos los pobladores de la Tierra muriéramos arrasados por una violenta enfermedad, el planeta, en vez de convertirse en una descomunal casa embrujada, pasaría a ser un lugar igualmente despoblado de personas y de fantasmas. Nuestras mansiones (es decir, las de los ricos) terminarían por desmoronarse y fundirse nuevamente con el oscuro barro de los orígenes, sin almas en pena que hagan crujir sus techos ni sangrar sus paredes.
Pero imaginemos que, por el contrario, el mundo quedara vacío de gente y lleno de estos seres con asuntos pendientes (o simplemente con desidia de trascender el plano terrenal), equipados con una austera sábana con dos agujeros que indican dónde está el frente y dónde la espalda . Pues bien, en ese hipotético mundo colmado de armonía posthumana, los fantasmas nos volveríamos a morir de aburrimiento. El resto de los animales no parecen tener noción de lo sobrenatural, por lo que no tendríamos a quién asustar.
Tendríamos que hallar la forma de ser útiles o por lo menos de pasar el rato. Mi propuesta sería dedicarnos a hacer travesuras al resto de las especies, como escarmiento por no extinguirse con nosotros. Yo, por ejemplo, localizaría grandes aglomeraciones de mosquitos, criaturas que, Dios me perdone, detesto con todo mi ser. A continuación, indagaría sobre sus hábitos y dedicaría todo mi esfuerzo a “espantarles” el sueño y no dejarlos dormir ni un segundo en paz. También me tomaría mi tiempo para darle caza a los gatos: volcar intempestivamente sus recipientes de comida, empujarlos de las bardas sobre las que hacen equilibrio o asustar a sus presas mientras las acechan…
Pero bueno, nada de esto ocurrirá, pues con los humanos morirán también los fantasmas. Así que los demás animales pueden estar tranquilos.

III
A los veinticinco o veintiséis años, mientras vivía solo en un departamento de la ciudad de Xalapa, lejos de mi familia por primera vez, comencé a oír las voces de mis padres (que están vivos, es importante decirlo). Al principio sólo ocurría de noche o recién salido del sueño. Desde entonces, la voz que he percibido en más ocasiones es la de mi madre, llamándome por mi nombre con una nitidez tan extraordinaria que al principio me dejaba confundido y con un escalofrío en el cuerpo. Desde el inicio supe (o creí saber) que aquello estaba dentro de mi cabeza. Pero, contra mis propias convicciones, fue inevitable sentir que algo malo estaba vinculado con las voces.
Hasta ahora jamás se lo conté a nadie; en parte por vergüenza, pues lo atribuí a mi falta de carácter y a un apego excesivo a mi familia. Años después descubrí, gracias a Oliver Sacks, que este fenómeno es más normal de lo que había pensado. Para ilustrarlo, el neurólogo cita una anécdota de Freud que, para mi asombro, era muy parecida a la mía:
Quizá la alucinación auditiva más común consiste en oír que alguien pronuncia tu propio nombre, ya sea una voz conocida o una voz anónima. Freud, en Psicopatología de la vida cotidiana observó al respecto: “En tiempos en que yo, de joven, vivía solo en una ciudad extranjera, a menudo oía a una voz querida, inconfundible, llamarme por mi nombre; decidí anotar entonces el momento en que me sobrevenía la alucinación para preguntar luego, inquieto, a quienes permanecían en mi hogar, lo ocurrido en ese mismo instante. Y no había nada” (Alucinaciones).
El libro de Sacks menciona algunas hipótesis sobre este tipo de alucinaciones. Una de las más interesantes, aunque un tanto descabellada, es que todos, en algún punto de la evolución, escuchábamos voces procedentes del hemisferio derecho del cerebro y que, a la vez, estas eran percibidas por el izquierdo como ajenas y “tomadas como comunicaciones directas de los dioses”. Finalmente, según Julian Jaynes –autor de esta hipótesis–, “en torno al año 1000 a. C., con el despertar de la conciencia moderna, las voces se interiorizaron y se reconocieron como propias”.
Oliver Sacks concluye que “las alucinaciones auditivas podrían estar asociadas con la activación anormal de la corteza auditiva primaria”, pero ahonda poco en las razones detrás de esta activación. Lo que queda claro es que las voces pueden ser más reales para unos que para otros, lo cual explica por qué les atribuímos orígenes y significados tan distintos. También es importante decir que estas alucinaciones auditivas son percibidas por un buen número de personas sin que esto signifique una anomalía importante. Aun así, no me siento del todo conforme con su explicación, y creo que es importante rescatar lo que estas voces familiares tienen para nosotros de emotivo, con esos trazos de turbación que acompañan a las cosas que atribuimos a lo irracional.
IV
En un momento de mi vida en que las cosas no iban nada bien, las voces de mis padres comenzaron a ser tan nítidas que me causaban un malestar anímico, una suerte de angustia relacionada el pasado. Algo que me ponía la piel de gallina es que no eran sus voces actuales, sino que estas tenían un timbre entonces olvidado, pero que reconocí al instante: el de mis padres jóvenes. Se me aparecían repentinamente, sobre todo en momentos de soledad, cuando parecía más fácil entrar en contacto con los sótanos de mi cabeza. Y tiene sentido: esas voces deben de estar engastadas en lo más profundo de mí, como si se tratara de un código sagrado que le dio forma y contenido a la totalidad de mi entorno.
A diferencia de lo que pasa con la voz de mi madre joven, a la que sólo oigo llamarme por mi nombre, la voz de mi padre (de ese fantasma que es mi padre de treinta y tantos años) también la he escuchado cantando. “Buenos días, amor”, de José José, y “Simplemente amigos”, de Ana Gabriel, son las dos canciones que han resonado como sombras fugaces, no sé si en las galerías de mi cabeza o fuera de ella.
Con la primera canción tengo, además, una evocación visual, otro fantasma luminoso, casi cegador: mi padre vestido con su camiseta sin mangas, cantando un sábado en la mañana mientras mi hermano y yo desayunamos y vemos la televisión en la sala. Mi mamá también está sentada en un sillón, pero ella se mira las manos, tal vez cansada. Mi hermana apenas tiene un año o menos, y mira a mi papá con ese embeleso puro que no creo que podamos volver a sentir después de esa etapa de la vida, y cuyo recuerdo quedará extraviado para siempre. Y mientras él canta y hace un poco el tonto, el sol entra por la ventana de la sala con una intensidad que en mi memoria es blanquísima y milagrosa, como si ahí, en nuestro pequeño rincón del mundo, la luz estuviera a punto de exponer el secreto de la felicidad por primera vez.
Y eso es todo. Una dicha originaria (de un tipo muy específico que no he vuelto a sentir en el resto de mis edades) y mi papá cantando “buenos días, amor, amor, ¿qué tiene tu cara?”, supongo que enamorado o algo parecido. Si fuera solo un recuerdo, diría que aquello es memoria y no fantasma; pero lo he escuchado, juro que lo he escuchado, como debajo de un sueño ligero: he oído cantar a mi papá con el timbre que tenía cuando era joven, e inmediatamente después sentí ese inconfundible y violento tirón en el centro del pecho, al lado del corazón, esa dicha instantánea que enseguida se convierte en un sombrío océano sin fondo. Y, por lo tanto, es fantasma; un fantasma que morirá cuando yo muera porque nadie más lo ha escuchado, porque nunca le ha arrancado la tranquilidad a otra persona mas que a mí.

V
Hoy mi papá niega que le gustaran algunas canciones de Ana Gabriel, probablemente por vergüenza con las nuevas personas que están en su vida. ¿Vergüenza de qué? Quiero pensar —y este es el primero de mis deseos finales— que es porque durante aquellos episodios musicales mostraba una parte de sí que no ha mostrado nunca a nadie más, que durante aquellos instantes sacaba su corazón frente a nosotros y decía (sin decir): “miren, también soy esto; además de ese sólido caparazón con el que me presento, también soy este fruto escarlata que brinca en mis manos con dulzura, y que salpica sus ojos de niños con unas gotitas rojas. También soy esto, aunque algún día lo niegue frente a los mismos ojos que ahora me ven”.
Los dibujos que ilustran este ensayo los hizo mi sobrina cuando tenía cinco o seis años. Sé con nostalgia que será una observadora privilegiada de fantasmas. Mi segundo deseo para finalizar este ensayo es que alguno de los consejos que intento darle o que alguna de las canciones que he cantado con ella, un día sean parte de ese coro de voces que habita en la cabeza de quienes hemos vivido y amado.
Por último, me gustaría que llegado el momento las voces de mis padres, las de mis hermanos y la mía sean fantasmas tradicionales, espíritus que han quedado atrapados en este mundo, y no fantasmas que se extinguen con el recuerdo. Me gustaría que se convirtieran aunque sea en fantasmas mínimos, apenas un aroma de la plenitud avasallante de aquel sábado remoto: quizá el alma de una flor que esa mañana estaba muriendo en nuestra sala y, electrizada por la energía que inundaba la habitación —por el canto, por la luz poderosa—, se hubiera adherido a aquel espacio para toda la eternidad. Y así, las personas que ahora viven en nuestro antiguo hogar, mientras pasan el dedo por la pantalla de sus celulares o mientras planean las actividades del siguiente día, perciban ocasionalmente un olor a flores moribundas o escuchen las risas de mis hermanos pequeños, sin llegar a sospechar de dónde provienen ni cuáles fueron las circunstancias que les otorgaron su condición de prisioneras perpetuas, salvo por el consabido escalofrío que sentirán apenas como una caricia gélida debajo de la nuca.
Y ese es mi tercer y último deseo.
Héctor Rojo (CDMX).
Estudió Letras Hispánicas en la la UAM-I. Ha publicado Cómo me convertí a la fe de las lechuzas (Malabar Editorial, 2019) y Anfibio Odisea (Nieve de Chamoy, 2020). Es cofundador y director de Malabar Editorial.

