Dos cuentos breves

Compartimos dos cuentos que, en sus escasas líneas, condensan una furia inusual: asaltos verbales cargados de ironía, poéticos y descarnados —incluso literalmente—, que mantienen la tensión hasta sus últimas palabras.

Naxhelli Carranza


Eternidades

—Hola, Dante.

Él me mira sorprendido, tal vez por encontrarse conmigo, o porque en todos esos años de por medio no esperaba volver a verme.

—Hola, Eterna. ¿Cómo has estado?

—Muy bien, gracias.

Ambos nos quedamos callados. Evitamos coincidir en la mirada y, si acaso nos equivocamos, esbozamos un falso intento de sonrisa.

—A ver qué día salimos por un café —propone él de repente.

—Sí… Quizá, quizá algún día. ¿Sigues con tu novia?

—Sí —sonríe al pensar en ella. —Seguimos juntos. Estamos muy bien.

—Oh, me da gusto —le digo, con total sinceridad. Ya no hay dolor ni arrepentimiento.

Pasaron ya los años que se llevaron consigo mis sueños de adolescente, las ilusiones ingenuas de lo que era el amor y también el aburrimiento de la relación, que me nació en un día de verano y del que no pude recuperarme sino hasta que le rompí el corazón a Dante.

—¿Tú estás con alguien? —pregunta con interés disfrazado de indiferencia.

—Sí. Está muy enamorado de mí —le digo.

—¿Y tú? ¿Tú no estás enamorada de él?

—Claro que sí. Lo quiero mucho, me gusta. Él me adora.

—¡Que él te adora! —grita de repente, los ojos heridos por un puñal de recuerdo. Levanta la mano hacia el cielo. Del brazo le cuelga un manto púrpura imaginario, bordado con hilo de amatista. La tela que no lleva puesta se mueve elegante y yo contemplo la figura arrogante del que ahora pretende ser mi sacerdote. —¡No puedes hacerle lo mismo que me hiciste a mí! ¡No puedes dejarlo enamorado, solo, preguntándose qué carajos te hizo para que lo hayas desechado!

—¡¿Quién te dijo a ti que lo voy a desechar?! —grito de regreso.

—¿Y qué, eh? ¿El pendejo te escribe cartitas y canciones? Acuérdate que yo te las cantaba.

—No, Dante, no. Yo soy su diosa, no su musa. Yo no lo inspiro para que se convierta en poeta. Él está ahí para idolatrarme, para hincarse ante mí y rezar que le conceda bondades, que riegue sus tierras con mi fertilidad. Pero, como la diosa que soy, puedo encapricharme y aplastarlo, romperle los huesos hasta que crujan de dolor y el cráneo le reviente y caiga una lluvia de sangría sobre otro hombre. Me sueña y en sueños le hablo, lo hago mío, a través de la idea de que es él quien me hace suya.

—Eres perversa —y su manteo se convierte en un movimiento de harapos.

—Sí, y también soy a quien sigues queriendo —replico. Me alejo triunfal, sobre un carro barnizado de nubes oníricas y oro, con un casco alado y la égida que me protege de volver a querer como lo hice a los dieciséis años. A mi espalda, el cielo claro se oscurece, llora relámpagos y grita truenos. Fulmina en un segundo a Dante, quien ve en el fondo del abismo recién abierto la cara de todos mis amores asesinados, arrancados con violencia del pecho que un día fue de mujer mortal.



Carne

Neylan se secó el sudor de las manos en la falda. Corroboró que fuera la dirección correcta y tocó el timbre. Adentro, el perro de Emmet ladró un par de veces, avisando la visita. Los pasos de él se escucharon acercándose. 

—Emme —suspiró ella cuando abrió.

 —Pásale —dijo él abriendo la puerta. Neylan buscó con la vista al perro que había escuchado momentos antes, pero no había rastros de él. —Ya encerré al Ocho, no te preocupes —añadió, abalanzándose hacia el cuello de Neylan. —Me encanta cómo te ves de falda.

—Gracias, Emme… Estoy nerviosa. Hay que ir despacito. 

—Está bien.

Emmet la condujo al cuarto. Cerró la cortina, quitó algunas cosas que tenía sobre la cama y se giró para contemplar a Neylan. Ella estaba tiesa, en medio de la estancia, aferrada al tirante de su bolsa. 

—No pasa nada, Lanita —a ella le gustaba que la llamara así. —Mira, si no quieres que lo hagamos, no lo hacemos y ya. 

Ella reflexionó un momento. Luego sacudió la cabeza y se acercó a él. 

—No, sí tengo ganas, sólo que no sé qué se hace primero. Estoy nerviosa —repitió. Emmet la tomó de la cintura y la besó profundamente. Se desnudaron poco a poco, acariciándose la piel, respirando agitadamente.

—Hoy vas a tener un pedazo de carne en la boca —dijo, riéndose entre dientes. Ella se sonrojó y lo miró consternada. —¿Qué? —volvió a reír. —Ay, te lo tenía que decir. Desde cuándo tenía ganas de hacerlo con una vegana para decirle eso. 

—Soy vegetariana, no vegana —corrigió. 

—Es igual, tú me entiendes. Ven, bésame. 

Ella se quitó la seriedad junto con la blusa, que cayó al suelo, y se acercó lentamente a él.

***

—Qué pena con tus papás. Lo bueno es que alcanzamos a vestirnos.

—No entiendo qué te pasó —soltó él enojado, después de guardar silencio por un momento. 

—Me dio miedo, Emme. Me estaba doliendo muchísimo. Pero lo podemos intentar otro día. 

—Es que me caga. Todo estaba bien en el sexo oral. Me lo hiciste y todo estuvo bien, no te vi nerviosa ni nada. 

—Pero ya cuando estábamos… Cuando estábamos en lo otro, no sé, fue distinto. Mi cuerpo se cerró. 

Emmet la miró un momento.

—Bueno, está bien. Perdón, no me di cuenta de eso –la abrazó. —Tómate el tiempo que necesites —le besó la mano. —Mientras estás lista, podemos repetir ahorita lo que me hiciste hace rato, ¿no?

—¡¿Ahorita?! Estás loco. Se nos va a enfriar la comida, además. 

—Ándale. Me quedé con ganas. 

—Ya estamos vestidos. 

—Tantito. 

—No se me antoja. 

—¡Por favor! 

—No quiero. De veras. 

—Es que nunca me lo habían hecho así. 

—Ahorita no quiero. 

—No seas egoísta. 

—Tus papás están en el cuarto de al lado. 

—Están viendo la tele, ni nos van a escuchar. 

—Emmet, no quiero. 

—No me dejes así. 

—Emmet… 

—No me puedo aguantar, me pones bien caliente. 

—Emme, por favor, ahorita no. 

—¡Pinche Neylan, eres una pinche egoísta! 

—¡Emmet!

—Ándale, mira, dame tu manita, ¡tantito! ¿Ya sentiste cómo estoy bien duro? Ay, Lanita, es que estás bien buena, ve cómo me pones. 

—No me hagas esto, Emme… 

Emmet se bajó la ropa interior y dejó al descubierto su pene erecto. Se acercó a Neylan. Al hacerlo, dejó un rastro de líquido preseminal embarrado en su falda. Se rio. 

—¿Ves? Te digo que me dejaste muy caliente.

Neylan miró su falda manchada. Se sonrojó de rabia al ver esa línea brillante sobre la tela. Emmet sintió la tensión en el cuerpo de Neylan, pero igual la hizo arrodillarse. Los labios se abrieron. Sintió la lengua en el borde del glande. Ella lo miraba fijamente desde abajo. Él se agitó al sentir la humedad de su caverna oral. La tomó del cabello, obligándola a enterrarse más. Se percató de que aguantó una arcada, pero se sentía bien, tan bien… Los ojos llorosos de Neylan se cerraron con fuerza. 

—Sí te gusta comer carne, ¿verdad? —dijo Emmet con una sonrisa en una de las pausas que ella tomó. Neylan miró al suelo, dudando antes de verlo a los ojos de nuevo. 

—Sí. Me encanta.

Emmet no esperaba que Neylan tuviera ganas de seguir, pero con gusto se lo permitió. Su humedad, su lengua, esos labios vírgenes de semen, los dientes… Los dientes. Le dijo que fuera más cuidadosa, que no metiera los dientes. 

—Es que me encanta la carne. 

Le enterró el colmillo en el glande, hasta hacerlo sangrar. Emmet se retorció, pero había quedado arrinconado entre la tarja y el refrigerador. En el cuarto de al lado, la televisión sonaba a todo volumen. De la mandíbula de Neylan se escurrían gotas espesas de sangre. Apretó los dientes, mordió, devoró, engulló, destruyó. La carne de Emmet crujía indefensa ante su fuerza. Él gemía adolorido, lloraba, pero por alguna razón se sentía incapaz de gritar por ayuda. Morder, morder, morder. La vegetariana Neylan se estaba dando un manjar. Se llevaba los pedazos de verga que le arrancaba y los trituraba dificultosamente en las muelas. Escuchó la voz de Emmet en la lejanía, pidiéndole que se detuviera, que lo dejara irse, le rogaba, temblaba de dolor, no podía contener las lágrimas, le pedía perdón. 

—Emme, pero ve cómo me pones. 

Se sentía bien, tan bien.


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