ALUMBRADORES Y MURCIÉLAGOS

Compartimos un cuento de Marcos A. Medrano, perteneciente al libro Los ajados, publicado por la editorial Hormiguero en 2024.

Marcos A. Medrano


Carmen solía pasar las noches de estío atravesando la siembra. Abandonaba la casa que su padre construyó después de huir de Guadalajara, cuando el conflicto con los cristeros se puso tan peligroso que ser cercano a Dios era como ser devoto de la muerte. De su escape del seminario con una de las monjas había nacido ella, una niña simpática de ojos oscuros, cabello de ámbar negro y piel lisa que, a los catorce años, metida en un buen vestido, se convertía en una señorita casi preparada para el matrimonio. 

Le gustaba atravesar el sembradío de su padre, caminar unos minutos entre los gigantescos árboles que amurallaban las colinas y sentarse a esperar que los tagüinches pintaran la maleza, que alumbraran los troncos prendiendo y apagando, como si la noche parpadeara en el bosque. Se quedaba quieta para que algunos se le pararan en el vestido; entonces solo tenía que tomar al insecto entre sus dedos y apretujarlo contra la tela, dejando caer eso que para ella eran fragmentos de sol. Lo hacía a menudo, le gustaba verse bailar llena de esa luz tomada de la naturaleza.

Cuando había que salir a algún lado por la noche, a las fiestas patronales, a la feria o a donde fuera que requería usar un bonito vestido, echaba mano de los tagüinches. Si no podía esperar, tumbaba en pleno vuelo a los primeros que aparecían; era una cazadora experimentada y sabía coordinar sus manos con el parpadear de los luceritos. Al aprisionarlos contra su vestido sentía con dolor y placer el luminoso desprendimiento de sus cuerpos.

En su cumpleaños número quince, su madre —que nunca había querido ser madre, sino monja, esposa de Dios, pero que tuvo que casarse para asegurar una casa, unas tierritas y, sobre todo, que no la mataran los ateos— le descubrió una pequeña mancha rosada entre la cintura y la nalga derecha. Aunque la talló con piedra, nunca salió. No le prestaron demasiada atención hasta que algunos rumores llegaron al rancho: decían que al Tirado, un indigente, le había dado el mal de Lázaro, que empezó por una rodilla manchada que luego se extendió al pie, a los dedos. Decían que el hedor era tan fuerte y que sus gritos resonaban tanto que alguien, en un gesto de piedad, se lo cargó y los del municipio se lo llevaron en la mañana en una bolsa. 

Se oía entre los vaqueros y campesinos de más casos, pero la gente enferma se escondía. Se contaba que, en ocasiones, el enfermo caminaba sin piel, dejándola a cada paso, como una serpiente.

La madre de Carmen fue con el sacerdote, le rogó que los llevara a Talpa, que la Virgen de allá hacía milagros, que una peregrinación salvaría al pueblo. En la misa dominical, el sacerdote aconsejó que quien tuviera alguna mancha extraña, dolores o fetidez debía irse para Talpa o mandar a alguien a pedir el encargo. Hubo quien pensó que el lunar que llevaba ahí décadas, en la frente o en algún brazo, era ese pecado guardado, esperando desperdigarse; otros comenzaron a ver sus pieles trastornadas. Al fin, entre los que fueron a Talpa movidos por la paranoia, estuvieron los padres de Carmen.

La madre le encargó a su comadre, otra monja que se escapó de la guerra y se casó allá, que cuidara de su hija mientras no estaba.

—Tenemos que ir a pedir perdón a la Virgen, es el castigo. Nos debíamos morir por escaparnos, por infieles. Carmen es el castigo. 

La noche del primer día, Carmen atravesó las parcelas de su padre, tocó los sembradíos y el maguey le picó las piernas. Caminó hasta que entró al bosque y se tiró en la hierba, culpable. Su madre le había dicho que ese mal le daba a la gente que ofendía al cielo. 

Miraba con el rabo del ojo las sombras. Tenía miedo de que, si se descuidaba, alguien la acuchillara y los del municipio se la llevaran en una bolsa negra en la mañana. Para no pensar en la mancha, en su piel cayéndose, atrapó unos tagüinches, los apretujó contra su vestido, y anduvo jugando sola vestida de luceros, con pedacitos de sol, sintiendo una tremenda felicidad.

Al volver, el compadre estaba borracho y la comadre, dormida. El compadre la miraba rijoso, la saliva se escurría por la barbilla, tintineante; y cuando le dijo:

 —Muchacha, ¿por qué brillas? 

Carmen tuvo miedo y se sacudió. 

La comadre despertó cuando escuchó la respiración jadeante de su esposo, que sometía a Carmen. Entre mentadas de madre la apartó, la insultó: 

—Piruja, inmunda, ¡tú eres el castigo! —le gritaba. 

La comadre estaba segura, a pesar de sus súplicas, de que Carmen era una puta, y que en su piel llevaba la podredumbre del pecado de los que escaparon de Guadalajara. 

—Me van a agradecer, hasta tus padres me van a agradecer, que te largues —decía. 

La subieron a la camioneta y se la llevaron con Miguel, un labriego de malos pasos que iba a México cada tanto y recogía a niñas necesitadas para darles trabajo con un padrote. 

Miguel calaba a las muchachas en la orilla del pueblo. Ya estaba por irse a la capital cuando le llevaron a Carmen; la vio tan bonita, con los ojos de borrego espantado, el cabello alborotado y el vestido brillante, que bajó a todas de la camioneta y se llevó a Carmen atrás de los pozos.

 —Te voy a amansar, pendeja —le dijo mientras le jalaba el cabello y la golpeaba—. A chingazos si quieres, pero te voy a amansar. 

Cuando Miguel se dio cuenta de la mancha, la golpeó con más coraje y la arrastró un tramo hasta que la abandonó. Las muchachas lo miraron llegar solo y se miraron unas a otras.

—Está infectada, se está pudriendo de ese mal de los inmundos. Súbanse, órale, carajo, ya nos estamos yendo —dijo.


Esa noche, en la carretera a México, un par de gentes marchaba buscando consuelo, iban en busca de un doctor que decían los podía atender. Caminaban solo por los bordes de los pueblos. Ya muy pasada la madrugada encontraron a Carmen, desorientada y con las ropas cubiertas de tierra, sangre y sudor.

—¿Qué hace ahí tirada, mi’ja? ¿Está mala? 

Carmen no atinaba a contestar, estaba ida. Veía los cuerpos de los hombres moverse cerca de ella; sentía la cara caliente, sus piernas rozadas y humedad en los calzones. 

—Niña, niña, ¿te podemos llevar a algún lado? —escuchaba Carmen. Las palabras provenían de un rostro extraño, tallado. 

—Mi’ja, me llamo Ramón. Eso era, una figura, una estatua áspera, acabada por los años. 

—Ora verás, ahí viene mi amigo, él tiene un costal con cagada de murciélago, se lo van a comprar unos familiares y, con lo que nos den, nos vamos a ir de acá, nos van a quitar la enfermedad. 

La figura hablaba, quería contar algo con desesperación, escupía palabras que parecían atravesadas por una esperanza muerta. Hablaban de ir a México, de la lepra, de murciélagos: esas ratas a las que, cuando se hacen viejas, se les achatan las narices y les crecen alas. 

Otra figura se aproximó. 

—Mira, ahí viene mi amigo, ya vendió la mierda.

Se levantó a platicar con él y la miraron, la señalaron, hablaban de ella. El amigo tenía la cara vieja y muy oscura, llena de surcos; orejas grandes, la nariz chata y los ojos separados, mismos que movía sin parar, como tratando de advertir algún peligro. Estaban tan abiertos que confirmaban un miedo a todas las cosas, tan abiertos que eran amenazantes. 

—¿Sí cierto, mi’ja?, ¿estás enferma?, ¿te vienes con nosotros? —le preguntó Ramón. 

El Murciélago abrió sus fauces: 

—A lo mejor es muda, déjala. Tenemos que caminar un chorro, y lo del guano apenas alcanza para nosotros. 

—¿También te sacaron de tu casa? Órale, mi’ja, levántate. 

Cuando lleguemos allá, nos van a curar. 

Carmen se levantó y la figura de Ramón torció una mueca donde debía haber una sonrisa. Caminó con esas sombras humanas cojas, encorvadas, abiertas. Si terminara igual, ¿podría regresar algún día, inmunda de todas las inmundicias?, manchada de sangre, manchada de piel. ¿Era cierto eso que Miguel le dijo, que se iba a pudrir de a poco, que se le iba a extender hasta las entrañas? 

El Murciélago resultó ser fuerte, a pesar de todo. Cargaba con el morral de cosas de Ramón y con el suyo propio, le prestó una cobija para el frío y para cubrirse cuando agarraron el guajolotero de la madrugada, y la metía entre sus alas cuando les tocó que, por piedad, los recogiera una camioneta y los echara en la caja, compartiendo espacio con uno que otro animal. 

Una noche, de esas en que la luna pinta de azul las pieles morenas, Carmen le preguntó a Ramón por qué viajaban de noche. Este echó la cabeza para donde estaba el Murciélago.

Así, alumbrado por nada, visto a poca distancia y sin prestarle demasiada atención, a Carmen le pareció un simple y maltrecho campesino que se dedicaba a sacar de una cueva la jodida caca de esas ratas voladoras. Nada más.

—Ramón, cuando me cure, a lo mejor pueda volver a casa.
—Sí, mi’ja, es cosa de unos meses, nomás.
—Me quiero regresar, Ramón.
—No, mi’ja, ya merito llegamos.
—Extraño, Ramón, extraño… a lo mejor me andan buscando. Aunque sea el pecado, a lo mejor sí me quieren.
—No eres pecado, mi’ja, y vamos a volver todos curados,
Dios nos quiere.
—¿A dónde? ¿Ustedes, de dónde son?
—De por ahí, mi’ja, de arriba, de donde usted.
—Ramón, ¿cuántos años tienes?
—Cuarenta, mi’ja.
—Te ves más viejo.
—¡Ja! Mira al amigo, ¿cuántos crees? Tiene veinticuatro
el chamaco.
—Parece un murciélago.
—Cuando te encontramos, tú parecías una de esas polillas
que brillan.
—Son tagüinches, alumbradores, Ramón.
—Esos; están rebonitos.


Cuando llegaron a México, al dispensario “Doctor Ladislao de la Pascua”, el personal del nosocomio estaba trasladando a muchos de los enfermos a otro hospital. Al único que atendieron fue a Ramón, que deliraba debido a la fiebre. El Murciélago lo había cargado casi un día entero y lo llevó hasta la puerta del hospital. También revisaron a Carmen, que estaba deshidratada y se había desmayado un par de veces. Adentro le dijeron que su mancha era vitíligo, inofensivo, pero que era posible que se hubiera contagiado de lepra porque Ramón iba muy mal, en un estado infeccioso de mucho peligro. Carmen salió más sola que nunca.
No lo volvieron a ver. La enfermera que les comunicó su fallecimiento también les recomendó que fueran a Zoquiapan. 

—Allá hay una leprosería grande, donde van a poder vivir y trabajar, y los van a atender bien. 

El Murciélago se echó un bulto al hombro, en el que también metió las pertenencias de Ramón. Sus ojos transparentes lloraban. 

—’Amos, niña, Ramón decía que allá están los buenos doctores. 

—¿Cómo llegamos a Zoquiapan? —le preguntó Carmen con una mirada compasiva.

—Dicen que derecho, como si fuéramos al volcán —le contestó el Murciélago.

Consiguieron transporte con un hombre que vendía ropa en el mercado de Ixtapaluca y se apiadó de la niña. Los echó en la caja de su camioneta junto con otro leproso ya amputado de una pierna. 

—El señor me regaló un vestido, mira —dijo Carmen mirando la tela en sus manos, imaginando luces sobre ella—. 

¿En Zoquiapan hay tagüinches?

El Murciélago le sonrió. 

—Sí hay, niña, salpican como foquitos todo el pasto y siempre es temporada. 



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