Paniske (o cómo todo está lleno de diosas)
Mariana Orantes
El caos llora en un entierro
como si la vida me hubiera rajado
la garganta seca de un silencio.
Cecilia Perezt
I
Un trozo de tela puede contener a una diosa relegada que sigue haciendo de las suyas en los hogares. Una diosa a la que le siguen rezando las viejas matronas cuando ponen a orear las hierbas secas que serán utilizadas para la cocina. La divinidad está en todos lados. A veces, viene envuelta en un idioma que no entendemos o en rituales que nos fueron heredados por abuelas, madres y otras ancestras.
Estas muestras de divinidad en el hogar son secretos que mantienen viva una memoria colectiva: las recetas de cocina, los remedios caseros, las canciones que cantan las mujeres, los instrumentos con que engañamos a los otros habitantes de las casas. Claro, porque las casas no sólo son habitadas por humanos. Mi abuela decía que había chaneques, además de espíritus, fantasmas, demonios y nahuales. Si todas estas criaturas (y otras más) se asoman cada tanto en las historias de la memoria colectiva ¿qué pasa con la divinidad? También hay diosas que esperan ocultas en cada pequeña cosa. Esperan el momento de hacer su aparición y reclamar su territorio perdido.
He aquí que no queremos volvernos la loca de la casa, ni queremos que se piense que la razón está separada de los motivos misteriosos de la hechicería: nuestra boca de mujer, la cual no es admitida en el apolíneo terreno de la razón masculina, tampoco puede renunciar a lo que le ha sido transmitido de boca en boca por otras mujeres. Esa es una forma de resistencia. Cuento mi historia a través de recetas de cocina, de canciones que invento para cantarle al bebé; cuento el pasado de mi familia con los nombres de las plantas que utilizo para sanar, enamorar, enfermar y matar al hombre, cuento de dónde viene mi religión primera cuando hago un bordado que el ojo censor de la iglesia no puede entender.
II
Camino sin prisa por el pasillo vacío de un museo. Estoy en la sala de Arte Románico y por alguna razón los turistas no se sienten llamados a recorrer las pinturas y tallados medievales. En una pared, un ángel con alas llenas de ojos me observa imponente, mientras se alza sobre la figura de un Cristo caído. Piezas de marfil se extienden ante mis ojos con escenas talladas de la Virgen amamantando al niño Dios o simplemente sosteniéndolo en brazos. Por allá, una fila de demonios adorna un fresco y, del otro lado, mártires altivos con el rostro resignado se preparan para recibir el suplicio. Todo parece que encaja en la narrativa de cómo nos han dicho y contado que debe ser la Historia con mayúscula y letras de oro.
Una figura llama mi atención. En un primer vistazo parece tratarse de otra de las tantas imágenes del Arte Románico, pero tiene características que la hacen única: es un trozo de tela sin continuación, apenas un trozo de diez centímetros o menos; no tiene marco de referencia, ni hay otras imágenes similares. Este trozo de tela parece romper con todo lo que hay alrededor, como si no encajara, como si fuera una pieza perdida de un rompecabezas suelto desde que la humanidad es humanidad. Pero ese trocito cuenta más que muchas de las piezas expuestas, que no hacen sino repetir la misma historia. Este cacho de tela cuenta una memoria oculta hace miles de años. Mi cuerpo lo presiente y mi corazón late con fuerza. Mi estómago se hace un nudo de rara felicidad cuando leo el nombre de la pieza en la tarjeta del museo: Paniske.

III
Bordado sobre tela con hilo enrollado en la urdimbre. El análisis muestra que la figura fue tejida en sentido perpendicular sobre un tafetán púrpura de lino. Las manos hábiles que bordaron esta figura, lo hicieron con calma y poniendo cuidado, sin saber que se mantendría conservado durante cientos y cientos de años. Qué pequeña parece la vida humana en comparación. La cantidad de guerras, despojos y combates inútiles que ha visto el bordado a través de la historia. Casi podemos ver que las manos hicieron la labor con delicadeza, quizás con devoción suficiente para contar la historia de una diosa olvidada.
La figura bordada está rodeada por un círculo de colores que recuerdan los detalles heráldicos. La composición alrededor de la figura está perdida, pero el elemento principal se puede apreciar sin lugar a dudas: es una mujer, los pechos han sido bordados con atención a las formas femeninas, sobresale un poco el vientre y entre las piernas no tiene nada más que una línea vertical que refiere a la vulva. Las caderas son anchas y tiene una actitud festiva; parece que está bailando o que se acerca con algún instrumento. La mano derecha hacia arriba, mientras que con la mano izquierda, hacia abajo, sostiene una caracola la cual ha sido asociada a los ritos iniciáticos. El bordado tiene tonalidades claras y oscuras para dotar de tridimensionalidad, es decir, para darle volumen a la figura. Alguien que no haya dedicado buena parte de su vida a la costura no podría bordar con semejante naturalidad los pliegues y movimientos del cuerpo. La paniske sólo viste una capa, piel de cervatillo sacrificado, tal vez. Su rostro muestra una sonrisa encantadora y sobre la cabeza, el cabello rizado se une a un tocado de racimos de uva madura, púrpura, colmada de jugo y de dulzura; guirnaldas que solían dedicarse a Dioniso o Baco, por lo que se ha teorizado que esta mujer podría ser parte de las ménades o las bacantes dedicadas al dios. Pero se ha teorizado porque lo demás arroja una pregunta sobre la naturaleza de la imagen: las piernas no son piernas sino patas caprinas, patas que hasta entonces sólo se habían identificado con el dios Pan. ¿Es entonces una ménade? Cada vez que la observo mis dudas se disipan: se trata de una versión femenina del dios Pan, por eso mismo ha sido llamada Paniske.
IV
Antes de continuar, es preciso definir lo que es una Paniske y para eso nos podemos servir de la definición de una voz autorizada: «la voz paniske no es más que un neologismo construido sobre el diminutivo masculino del dios Pan, y es un personaje exclusivamente iconográfico, inexistente en la literatura clásica o post-clásica. Su primera aparición se data a mediados del siglo iv a.C., siendo algo más tardía que los Panes juveniles que lo hicieron a partir del siglo v a.C». (1)
Sin embargo, creo que es mejor mostrar lo que es una Paniske.
En el teatro francés Marigny se presenta la obra Pan de Charles van Lerberghe, dirigida por Lugné-Poe. Es el ambiente decadente de la Francia de 1905. Entonces se abre el telón y donde debería aparecer un Pan con las patas caprinas y barba de viejo rabo verde, aparece en cambio una mujer que baila en el escenario, hace chistes sobre sus amigas lesbianas y se ríe aturdiendo al público. Se trata de la grandiosa Colette en su segundo papel hablado en el teatro. En el último acto aparecía casi desnuda con hojas de parra (la divina corona dionisiaca) cubriéndole la frente, danzando en un frenesí que encantó al dramaturgo belga. La crítica, sin embargo, no se deslumbró, le reprocharon tener un acento campesino. El aparente refinamiento y las afectaciones pueden dejar insensible a un espectador (ya no digamos un lector o escritor), porque ¿qué mejor que una Paniska que viene de la tierra y del campo, que es una diosa fértil, fuerte y llena de vitalidad, en comparación con las lánguidas musas románticas etéreas y prototipo de una mujer inalcanzable? «Una infancia en el campo y una tranquila adolescencia provinciana no parecían destinarme al papel de Paniska, pero no hay amor más pagano y apasionado que el mío por nuestra madre Tierra […]. Pan y Lugné así lo han querido. Seré Paniska», dijo Colette sobre su papel y creo que es la mejor definición de la deidad.
V
La admiración por el trozo de tela copto crece en mi cada vez que lo veo y lo comparo con otras piezas de la sala. Mi asombro se ensancha cuando pienso en la bordadora, en la historia oculta, en aquello que ha permanecido escondido, en las sombras. La divinidad está ahí, me digo con los ojos abiertos frente al trozo de tela. Está en las cosas cotidianas, está en las manos de mis abuelas que bordaron incansablemente toda su vida; está en los paisajes japoneses que soñó mi abuela paterna y que nunca conoció, pero que presentía suyos; está en los animales bordados de mi abuela materna o en los vestidos, en las representaciones simbólicas en almohadas para las nietas o en adornos de quince años y bodas. Ahí está la épica sordina que retumba en la sangre.
Estos detalles que han sido bordados durante generaciones, son parte de la historia que compartimos y que dejamos de lado porque no entran dentro de los catálogos ordenados en carpetas ni en la idea de la Historia con mayúsculas y letras doradas que está escrita por los poderosos y vencedores hombres occidentales. Los demás, quienes no pertenecemos a esa particular extensión, tendemos a construir otro tipo de archivo, a contar las historias de maneras diferentes: una canción para mi hijo que sale al campo a trabajar, una receta de cocina con ingredientes de mi entorno, un bordado con motivos que me parecen importantes, tal y como me enseñó mi abuela.
Las minorías creamos nuestros propios archivos desde el trauma: si nadie nos enseñó a leer y a escribir para que no contáramos nuestra historia, vamos a contar nuestra historia de abusos, maltrato y opresión a partir de otros productos culturales como el canto, la danza, el tejido, la comida, etcétera. Pero las historias están llenas de recovecos oscuros y luminosos, de giros, vueltas al pasado y miras al futuro, de lo que queremos ser y de lo que hemos sido. Al contar nuestras narrativas reescribimos historias culturales e incorporamos nuestras versiones particulares. Por eso, la recuperación de la memoria es un acto colectivo.
Nuestras anécdotas nos cuentan historias en común que nos acercan en el tiempo y el espacio. El principio de que todo está conectado y que las brechas insalvables sólo son una ilusión que nos gusta construir para aislarnos, es el principio del que derivan las formas radicales del pensamiento: si todo está conectado, resulta como la vasija de agua del rey Esarhaddon… en el fondo de la vasija resuena el agua «la vida es una en el todo y dentro de ti se manifiesta una porción de la vida». Somos una porción de lo divino, somos nuestra historia, así como lo que nos rodea y lo que decidimos contar: por eso, esta historia es un bordado y el bordado es un hechizo.

Mariana Orantes (CDMX, 1986).
Es autora de los libros: Huérfanos (2015), La pulga de Satán (2017), Los caballeros se quedan a descansar (2018), Visita guiada al mundo de los muertos (2021) y Paniske o cómo todo está lleno de diosas (2022). Fue parte de la residencia internacional de arte Can Serrat 2022 y le fue otorgada la beca MAEC-AECID de la Real Academia de España en Roma 2022-2023. Participó en el 9º Programa de Estudios Independientes del Museo de Arte Contemporáneo de Barcelona 2023-2024.

