Medio pez en la arena

En este sorprendente cuento de Rodrigo Hernández Vera, los recuerdos se convierten en imágenes vivas, a veces reconfortantes y otras dolorosas, como las representaciones sagradas de nuestra infancia.

Rodrigo Hernández Vera


El caos llora en un entierro 
como si la vida me hubiera rajado 
la garganta seca de un silencio. 
Cecilia Perezt

Solo he tenido una mascota en toda mi vida. Cuando tenía diez años la abuela me regaló un pez. Era un pez ángel albino.  

Todos los días la abuela pasaba al mediodía por mí a la escuela y esa vez me presumió una bolsa transparente. Un punto blanco y pequeño se movía frenéticamente adentro. Y si la alzaba hacia el cielo, para verla a contraluz, el punto casi desaparecía. A través del agua y del mismo pez, la luz se fraccionaba en colores. 

Ella estaba muy emocionada cuando me contó que en el mercado una de sus amigas le vendió el pececito por diez pesos. Ni le importó que no le platicara nada de las clases. Creo que para ese momento ya comenzaba a reconocer algo en mi silencio, aunque sus impulsos fueran hacerme hablar. Que la abuela que no renunciara a mi voz me producía burbujas calientes y viscosas que sentía subir desde mi estómago a la garganta. 

Le parecía una señal que se llamara «pez ángel»; y entre todos los pececitos que difuminaban sus cuerpos de colores en el tupper donde la amiga los tenía, ese era el único completamente blanco. Por eso lo eligió contenta. Pero más contenta se puso cuando me atreví a murmurarle: 

—¿Una señal de qué? 

Con sus amigas en el mercado la abuela escuchaba el radio todo el tiempo, programas de chismes, música de su época que a veces saltaba para bailar, pero también las misas que transmitían y los sermones. Mamá no quería que creciera “perdiendo el tiempo en la iglesia”, así que la abuela buscaba formas de salvarme del infierno, del pecado con el que habíamos nacido todos, y más yo que solo la tenía a ella y a mamá; pero también de mi silencio, de lo que llamaba mi timidez. 

—En el sermón del otro día, el padre contó una historia muy bonita. Que antes, hace mucho, cuando la cruz estaba prohibida, la gente que creía en Cristo nuestro señor se identificaba con un pez. Entonces, si encontrabas a alguien y no estabas segura de que fuera cristiano, no le preguntabas, te quedabas callada, como tú —agregó con una sonrisita que se enfrentó a mi mueca. Entonces la persona se ponía a hacer garabatos en la arena con un palo y entre ellos dibujaba medio pez. Y le pasaba el palo al otro. Si también creía en Dios hacía más garabatos y dibujaba la otra mitad el pez. Así sabían quiénes eran cristianos en secreto, sin tener que decirlo. Nuestro pez ángel es una señal de eso, entre tú y yo, sin tener que decirlo y que tu mamá se entere. 

No quise que supiera que yo tampoco creía, que no hubiera completado un pez en la arena si ella me hubiera dado un palo, porque me sonreía y tarareaba. Miraba la bolsa con el pez y luego a mí, y a veces las burbujas también se me juntaban en los ojos, pero no salían. 

Armando también me mira e intenta a ratos salvarme de mi timidez; no entiende que me la pase en silencio viendo videos en Youtube sobre peces cuando tengo tiempo libre o insomnio y no compre ninguno. Tampoco entiende que no quiera tener un perro o un gato ahora que vivimos juntos. Dice que podemos pagarlo. «Permitírnoslo» es la palabra que usa.  

Pero la abuela decía que el único que permitía que algo sucediera es Dios. Y ahora teníamos un ángel en casa para comunicarnos más rápido con Él, bromeó ese día mientras tomaba mi mochila y me daba la bolsa inflada con el pez. Compramos una pecera chiquita, según ella no tenía caso que le consiguiéramos algo más grande. Y nos regalaron unas palmeras de plástico que sujetamos al fondo del recipiente con unas piedras que recogimos en el camellón seco y arenoso de la avenida. 

En la oscuridad de nuestra recámara, Armando duerme y a veces se echa un pedo. Desde hace un tiempo se compró un antifaz porque dice que la luz de mi celular lo despierta, pero tampoco quiere que me levante de la cama si no puedo dormir. Dice que se preocupa si despierta y no estoy. Pero el departamento es tan pequeño que me encontraría solo con salir del cuarto.  

Entonces, en esas noches, suenan documentales a través de los audífonos que he visto una y otra vez:  El escalar o pez ángel es una especie tropical de agua dulce con notorias aletas dorsales y anales. Por lo regular mide entre 14 y 16 centímetros, aunque hay algunos ejemplares que alcanzan los 30. Por esa razón, se recomienda tenerlo en tanques de 200 litros y mínimo 60 centímetros de altura. 

Armando no miente, pero se engaña; el espacio no permite un perro o un gato. O un pez. El pez que compró la abuela no creció más de 7 centímetros. 

Antes de que llegara mamá de trabajar llenamos la pecera con agua de la llave y echamos al pez ángel albino a su nuevo hogar. Lo pusimos en el centro de la mesa del comedor. 

Mamá nunca habría aceptado un perro o un gato en la casa. No se cansaba de decir que éramos pobres y las mascotas eran un lujo que no iba con nuestra familia. Hizo una mueca cuando vio la pecera, pero la abuela impidió que se quejara mucho cuando le contó cuánto costó el pez ángel albino. 

Armando hace esfuerzos por sacarme del silencio y me pregunta sobre peces, pero sé que no le interesan desde la primera vez que le puse un video sobre acuarios y se quedó dormido. No se lo reprocho, son aburridos los peces, pero tampoco le contesto. No me gusta hablar de lo que veo: Al Pterophyllum scalare se le puede reconocer por sus cuatro rayas verticales si es adulto (o siete si es joven), cuya coloración depende de su estado de ánimo. 

Al pez que llevó a casa la abuela nunca le vi ni una sola raya. A veces pienso cuando no puedo dormir, con Armando ciego a propósito a mi lado, que tal vez a la abuela le dieron otra cosa. Un pez cualquiera, no un ángel. Y mucho menos albino. 

La gente del mercado donde la abuela trabajaba limpiando nos daba frutas y vegetales que ya no iban a poder vender. No teníamos mucho en la casa aunque la abuela y mamá se la pasaran trabajando, pero no teníamos hambre.  

El pez de la abuela comía unas bolitas naranjas que vendían en el mercado. 

La abuela decía que en verdad era algo angelical, que transmitía paz verlo moviéndose lentamente en el centro de la pecera, como si volara. Yo no pensaba en el cielo o en una señal de Dios al verlo suspendido con la boca abierta, me parecía que siempre tenía hambre.  

Nuestro pez era tonto y blanco. 

Y a veces yo también, y Armando también. Él duerme con la boca abierta, babea un poco la almohada. Y en el insomnio yo también abro la boca para imitarlo a él, que imita a los peces del video: El pez ángel es un animal gregario, por lo que necesita estar en grupo. Además de ramas y hojas donde esconderse, su hábitat requiere una temperatura de 25 grados, PH de 6 y agua libre de compuestos nitrogenados pero rica en taninos. 

El pez ángel albino de la abuela amaneció muerto un domingo de noviembre, de frío. Mamá quería tirarlo a la basura, pero la abuela no la dejó. Me llevó al camellón seco de la avenida a enterrarlo.  

Pronto descubrimos que bajo la delgada capa de arena del camellón había piedras y tierra dura, apelmazada. Y aunque intentamos escarbar con las manos no logramos sino levantar polvo. Sudábamos a pesar de la temperatura y no teníamos un hoyo que demostrara que nuestro esfuerzo sirviera de algo. La abuela, tan dada a ver señales en peces miniatura y en mi silencio, no creyó que el que nos costara tanto encontrar dónde enterrar al pez también fuera un designio divino. 

A veces Armando me pide que le cuente cosas de mi infancia. Le hablo del camellón que cruzaba todos los días, ya fuera para ir a la a escuela o al mercado donde trabajaba la abuela. Le cuento que mamá estaba preocupada por mí, por lo poco que hablaba y abría la boca, pero en realidad parecía que estaba enojada. Pero hay días en que insiste más y termino por contarle que en la escuela no me hacían mucho caso, pero que no me importaba no hacer amigos. Algunas veces quiere que le cuente algún detalle curioso o chistoso de mí, para conocerme mejor. Entonces le digo que no vomito desde que tengo diez años, y que la última vez que casi vomito hacía frío y era noviembre.  

Armando se ríe pero no me cree que recuerde eso con precisión. No me sale contarle sobre el pez ángel albino que tuve durante unos meses hasta que se murió. Aunque sabe que veo tantos videos de acuarios, no sabe del pez que compró la abuela por diez pesos. Tampoco le cuento mucho de la abuela. 

La abuela regresó a casa a buscar algo que nos sirviera para cavar. Y me dejó con un pez ángel albino muerto sobre el camellón reseco. Mientras esperaba, las hormigas encontraron su cuerpo y empezaron a querer llevárselo por partes. 

Al ver que los esfuerzos de los insectos sí servían, algo caliente me burbujeó por dentro hasta la garganta y lo ojos. Le quité las hormigas con la mano sucia y me metí el pez ángel albino a la boca. No era muy grande y por eso intenté tragarlo entero, pero no pude. Tuve que morderlo tres, cuatro, cinco veces, lo sentí crujir y lo que antes era seco se hizo húmedo en mi boca, me escurrió una línea delgada y carmín y caliente por la boca. Su interior no era blanco.  

Sus aletas me hicieron cosquillas en el paladar y mientras bajaba hasta el estómago. Peleaba con otra cosa, viscosa y caliente, que intentaba subirme por la  garganta. 

Cuando volvió la abuela con un palo de escoba para raspar la arena y la tierra le inventé que encontré un hoyo, tal vez hecho por algún perro, y ahí había enterrado al pez. No le dije dónde estaba el hoyo y ella no preguntó. Creo que le sorprendió oírme hablar tantas palabras seguidas y no quiso presionarme más, pensando que iba a llorar. 

Pero tenía los ojos rojos por el esfuerzo de pasar las aletas blancas del pez ángel albino y la cara sonrojada de tallármela con fuerza para borrar cualquier señal antes de que la abuela regresara. 

Al día siguiente me sentí mal del estómago. Al principio mamá no me quería creer, dijo que lo estaba inventando para faltar a la escuela, pero la abuela muy seria le murmuró:  

—Está somatizando lo de ayer.  

Ninguna de las dos me preguntó por el pez o si había comido algo raro. Me dejaron sola con mis retortijones cuando se fueron a trabajar.  

Durante horas sentí cómo me llegaban las arcadas, pero me aguanté para no dejar ir al pez ángel. 

A veces le miento a Armando porque no quiero hablar ni que me pregunte nada después de hacer algo por un impulso que no sé de dónde viene. Esos días amanezco con dolor de estómago, pero no vomito. No cambia nada de lo que hice o pasó, si rompí un plato, si me regañaron en el trabajo, si dejé que un compañero me tomara la mano en un rincón, pero me quedo en cama hasta el mediodía. 

Un año después del pez ángel albino, también en un domingo de frío, mi abuela murió. Mamá no entendía por qué no lloré. En la funeraria fueron a vernos todas las amigas de la abuela, tal vez una de ellas era la que le vendió el pez ángel albino. Algunas le preguntaban a mamá si podían abrir el ataúd para despedirse por última vez, pero ella les respondía que no, que eso no le parecía correcto, sobre todo conmigo ahí. 

Cada vez que alguien insinuaba querer levantar la tapa, algo cálido y viscoso me empezaba a burbujear desde la garganta hacia los ojos y la boca, sentía que una línea carmín se me iba a empezar a escurrir por los labios y no la iba a poder mantener adentro. Pero se me pasaba cuando mi mamá decía que no quería ver a su mamá así.   

La sensación de que mi abuela muriera creyendo unas de las pocas palabras que le dije sin saber que me comí su señal, nuestra señal, era mucho más fuerte que las aletas cosquilleando mi paladar. Podía sentir al pez ángel albino dentro de mi intentando escapar entre las burbujas que subían hacia mi boca. 

A veces Armando y yo hablamos de la muerte las raras veces que él tampoco puede dormir. Como cree que morirá primero, me encarga que le lleve mariachis y deje el ataúd abierto para que todos pasen a despedirse de él.  

Pienso en esos momentos en abrir la boca y dejar salir burbujas, peces y líneas carmín. Y confesarle todo lo que he comido, lo que he amado y he callado. Hasta podría, si no me salen palabras, dibujarle medio pez en la arena. 


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